Publicado en Colegio, el sábado 02 de julio de 2016

El profesor Federico Lorenz sobre Marta Royo

Hay noticias que sorprenden, por decadentes, ridículas, graves o porque la mayoría de las veces, en realidad, son una combinación de todo eso. Fotografías del clima en el que vivimos. Estas columnas son un raro privilegio. Permiten detener la carrera, atrapar retazos del pasado que no son urgentes. Pero sirven, por el contrapunto, para pensar este presente mezquino en una perspectiva más amplia, para salir de la lógica de la inmediatez que no nos deja proyectar. Son un antídoto contra el minuto a minuto que, trasladado de la televisión a la vida cotidiana, ha consolidado el cualunquismo como un tono de época que me desagrada y entristece.

Debo explicar, entonces, por qué esta nota tiene un título latino, “las fábulas son agradables”, una cita de una de las primeras traducciones que tuvimos que hacer generaciones de alumnos en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Las historias son entretenidas; dejan una moraleja. Si el primer encuentro con una lengua convoca al placer de escuchar, hay una invitación a la magia. Bajo el disfraz de un ejercicio colegial, somos interpelados para reconocernos parte del flujo de los tiempos.

Esas palabras mágicas estaban en un libro blanco, de letras rojas, con una viñeta que representaba a unos romanos: un manual de latín, con el subtítulo “Lengua y civilización”. Y ahí estaba la cosa. Mientras más conocieras de la historia y la cultura de un pueblo mejor ibas a aprender su lengua. Donde atraparas esa clave, ya no era imprescindible estudiar de memoria ni el vocabulario, ni las declinaciones. Y esa trampa para curiosos la montó la persona de la que les quiero hablar.

Las fábulas son agradables, así que pido permiso para hablar de Marta Royo, mi profesora de latín, la autora de ese libro, docente durante 52 años. Tengo ganas de hablarles de ella porque en estos días tan grises, tan mezquinos, las personas de las que aprendimos cosas importantes vienen al presente con más fuerza.

Tengo muchos recuerdos de mi paso por “el colegio”, esa manera endogámica y algo pedante de llamar al Colegio Nacional de Buenos Aires que tenemos los que pasamos por allí. La mayoría están protagonizados por mis amigos y compañeros; muy pocos por profesores. Uno de ellos se lo debo a Marta.

Fue una mañana en que nos pidió una interpretación de una metáfora, recuerdo cada detalle: qué podía significar que los protagonistas de una comedia llevaran puestas unas cacerolas en la cabeza. Arriesgué una respuesta, y la profesora la tomó, la aprobó y trabajó a partir de ella. Años después, siendo yo mismo un docente, revalorizo ese gesto del maestro que hace sentir capaces a los alumnos.

Y volvió a hacerlo meses después, ya de vacaciones. Me atreví a contarle que escribía cuentos y que tenía pensado uno sobre Jano, el dios bifronte; si ella me podía ayudar. Con toda seriedad, me citó para que pasara a buscar materiales por su casa. Era a fines de los 80: nada de computadoras. Me recibió con una gloriosa ficha número 3, en la que se había tomado el trabajo de transcribir las referencias que había seleccionado para mí. El cuento era abominable, pero allí estaba ella, tratándome como a un Borges en ciernes.

Sin perder el lugar del profesor, Marta siempre trató a sus alumnos como iguales. Cualquiera que haya estudiado sabe lo frustrante que es que el profesor no parezca interesado en lo que uno le dice. Qué fácil se nota, y por el contrario, qué diferencia cuando tenemos enfrente a alguien que, sin perder su lugar de adulto y docente, reconoce a un par en tanto persona con inquietudes. Lo corroboré muchos años después, cuando empecé a dar clases en el colegio y me la encontré como colega en la sala de profesores. La primera vez que hablamos, lo hizo con la misma actitud que décadas atrás. Deben ser miles los alumnos que estudiaron con sus libros.

Marta Royo también es muy recta. Deben ser menos los que saben la manera silenciosa con la que resistió en los años de la dictadura, cuando en el colegio los profesores eran vigilados y perseguidos y los alumnos expulsados, reprimidos o desaparecidos. Marta no estuvo entre los cesanteados pero sí entre el puñado de profesores que trabajaron en esas condiciones. Sabemos, pero no por boca de ella, que siempre se ocupa de contar lo que los demás hicieron, cómo protegía a sus chicos. Cuando llegaban los preceptores para llevarlos a los famosos interrogatorios, no autorizaba a que salieran porque “los necesitaba para dar lección”. Muchos la recuerdan con agradecimiento porque sus clases eran de los pocos espacios de relativa libertad en aquellos años duros.

Antes, en 1973, había participado en las “mesas de trabajo”, los espacios interclaustro que la fugaz primavera camporista permitió conformar en el colegio. Hablamos muchas veces de esos jóvenes estudiantes, de sus esperanzas, sus sueños, del colegio diferente que tuvieron, de sus vidas breves intensas. El tono, las palabras cuidadas y el respeto con las que los evocó muchas veces para mí acentuaron el dolor por esas muertes.

Vive, como no podía ser de otra manera para una profesora de latín que enseña mucho más que lenguas clásicas, en el Pasaje del Signo. Tengo el privilegio de ser su alumno y compañero, y de que haya sido una de las que me enseñaron el placer de enseñar y narrar.

Se los quería contar.

*En latín, “Las fábulas son agradables”

Fuente: http://www.rionegro.com.ar/columnistas/fabulae-iucundae-sunt*-JG668748